LA INTERPRETACIÓN COMO HOMENAJE
La perplejidad parece la condición idónea para definir a un artista que se escapa a la cuadratura de su época y nos hace compleja, desde los destellos de su genialidad, la búsqueda de lo certero, de lo que de verdadero transmite su obra.
En Evaristo Valle ocurre que esa complejidad se acrecienta según se avanza en el conocimiento de su biografía y de su pintura. Nos hallamos en esas encrucijadas en las que únicamente es posible continuar hacia el objetivo aún ignoto sin desprendernos de las enseñanzas del camino, el aprendizaje de lo recorrido y sus frutos. No es posible renunciar a lo transitado en el estudio de una personalidad y una pintura sin manifestar dudas o bosquejar nuevas líneas de acercamiento al misterio de una obra en la que se funde el autodidactismo con la deuda parisina o las tópicas e interesadas lecturas sociológicas de la identidad de un paisaje y las figuras que lo habitan con el virtuosismo de un color mágico que es lección magistral del ser de la pintura.
Cualquier planteamiento serio sobre el Valle total es un laberinto tan sutil como de arduo esfuerzo en el hallazgo de lo certero, pues el artista jugó a ser único en su autenticidad y disfrazó su verdad con máscaras varias. De ahí que su pintura, todas y cada una de sus obras, concentren las claves de su origen y desarrollo creador de la mano del color, y que éste sirva de instrumento interpretativo para la revelación.
Perseguir la huella, ser cómplice de la quimera, es el homenaje que le tributa Marcos Morilla desde la fotografía haciendo una lectura de la representación con una óptica plenamente sensitiva. El ojo certero de Morilla es el ojo educado en la contemplación constante de obras artísticas, y en Valle la fotografía está tan presente como objetivamente ausente en su devenir creador como otro medio con el que es posible el diálogo para extraer la poética de una realidad que está pero se escapa. El motivo no es ciertamente accesorio pero lo trascendental es la plasmación y esa materia pictórica que la construye; es el color, de nuevo, el que hipnotiza, y el que traza este diálogo que traspasa el tiempo.
Marcos Morilla entreteje los fragmentos definitorios de unos paisajes celestes y marinos que se funden con la tierra en la creación de Valle con su propia visión cromática, que enlaza dos realidades casi fugaces en nuestro mismo paisaje, el paisaje de Asturias.
De la búsqueda de la sintonía, de la comprensión, nos hace partícipes el fotógrafo con su ensimismamiento y sus luces encontradas, que son la fórmula efusiva de los melancólicos. Podría emborracharnos los ojos de luz, envenenarnos con la obscenidad cromática de lo antillano o hacer con la luminosidad dulces y delicadas combinaciones que nos ahogasen en la cursilería plástica; sin embargo, aquí todo está en sintonía, en concierto silente. “Nada chilla, todo se funde”, señalará un crítico a propósito de la Asturias de Valle, y esa escueta definición encaja a la perfección con este proyecto y sus resultados. Morilla entiende a Valle como un prodigioso hacedor de atmósferas, de ese ambiente ingrávido que hace tan denso en matices el paisaje asturiano y nos otorga la lección magistral de una naturaleza que no escapó a las cualidades comprensivas de un artista que ya se hizo eterno desde y con Asturias.
Marcos Morilla aporta con esta serie un sólido argumento para valorar al pintor, pero en este homenaje está sobre todo la lección aprendida, esa razón creativa única que transita sin agotarse de la pintura a la fotografía y vuelta, para hacernos reiterar la visión sobre las maravillas cercanas e ignotas.
Francisco Cabriffosse Cuesta