EL CONTEMPLADOR DE HORIZONTES
La tendencia mayoritaria dentro del panorama de la “fotografía de autor” de las últimas tres décadas ha sido colonizada por un tipo de imagen ostensiblemente construida, donde es el creador el que prepara el marco escénico para que los hechos sucedan forzadamente ante la cámara. En este tipo de creaciones, se tiende a crear un acontecimiento narrativo de forma artificial y ficcionalizada exclusivamente para ser fotografiado. Sin embargo, en la escena contemporánea existen otro tipo de fotografías mucho más silenciosas e intimistas y bastante menos preocupadas en forrar de un discurso conceptual e impostado el mensaje que el fotógrafo pretende enviarnos a pecho descubierto. Éste es el caso de Marcos Morilla.
La obra de Marcos se caracteriza precisamente por un silencio sugerente en el discurso plástico que nos ofrece. Frente a los que gustan de la parafernalia metalingüística de la fotografía, es decir, de una clase de propuesta fotográfica que se reivindica como medio estético para acabar hablando de sí misma en tanto que lenguaje plástico con entidad propia, las imágenes de este creador sólo susurran, dejan que sea la capacidad emotiva y sensitiva del ojo fotográfico la que nos deje escuchar el rumor del mar. El fotógrafo calla para que el motivo se manifieste en toda su majestuosidad.
No es casual que la obra creativa de este autor se centre en la naturaleza y el paisaje. Sin embargo, el motivo presentado no tiene nada que ver con la estrategia predatoria del fotógrafo de viajes, aquel que busca encontrar paraísos escondidos durante el trayecto, o el que espera conseguir trofeos de caza cuando se posiciona cámara en ristre ante los motivos que visita. Más bien al contrario, este fotógrafo no necesita indagar en territorios ignotos o en ámbitos desconocidos. Todas las imágenes que nos presenta han sido realizadas en el entorno cotidiano y doméstico de su Asturias natal. Es más, el propio autor confiesa que no necesita alejarse demasiado de su propio hogar para proyectar esa mirada tan personal y enigmática ante la naturaleza que le rodea.
Como el cuadro titulado El mar de nubes de Caspar David Friedrich, donde el paseante contemplativo se muestra absorto ante el espectáculo que se cierne a sus pies, el fotógrafo se sitúa y nos sitúa al borde de un acantilado o un precipicio para hacernos sentir pequeños ante la abrumadora presencia de la naturaleza.
Si sus imágenes nos resultan emotivas no es como consecuencia a una descripción nítida y escrupulosa de los motivos que fotografía. Más bien al contrario, si
esperamos hallar nitidez y detalle en las formas recreadas con su cámara, pronto nos toparemos ante un universo de sugerencias que va más allá de la identificación de un determinado paisaje, o del regusto por el detalle hiperrealista. La mirada de Morilla se centra en el estado emocional que le produce el paisaje que le rodea, en la dimensión estética y sensitiva que es capaz de provocarnos a través de la contemplación de la naturaleza desnuda.
Sus imágenes, casi siempre trepidadas por el movimiento de su propio pulso al disparar, rara vez nos permiten identificar con claridad el mundo que las habita. En la mayoría de los casos, la utilización sistemática de la velocidad de obturación lenta como recurso expresivo, supone una suerte de difumino tecnológico que sirve para soslayar los anclajes de la identificación del momento o de la localización de un paisaje concreto y para lograr centrarse más en una dimensión esencializada y atemporal de lo que tenemos ante nosotros. La majestuosidad de un paisaje –que se nos presenta casi siempre a punto de agotar las últimas claridades del día-, en donde los colores se vuelven más saturados, irreales y misteriosos, nos deja boquiabiertos y perplejos. La sensación primera a la hora de contemplar las fotografías de Marcos es la de sentirnos diminutos ante el espectáculo visual que se despliega ante nuestros ojos. El autor sabe cómo transmitir esa pequeñez humana en su obra puesto que él mismo se sitúa ante el paisaje como el que es capaz de asombrarse cada día ante la magnitud y el espectáculo prodigioso de lo que le rodea.
Sabiendo que el ojo entrenado de Marcos está habituado a la contemplación detenida de este tipo de paisajes que frecuenta y en los que es capaz de descubrir constantemente mundos inéditos y llenos de matices distintos, incluso asomándose a su propia ventana, estas imágenes son capaces de transmitirnos de una manera precisa la emoción que siente el fotógrafo al registrar su propia topografía con la que dialoga diariamente.
La obra de Marcos puede ser dividida en varias series temáticas bien definidas. Aunque fundamentalmente se trata de paisajes abruptos cercanos al mar, en algunas ocasiones una aldea cercana o la blancura de un caserón encalado contrastan con los verdes saturados del campo o con los azules cobalto de los cielos tormentosos o del mar abierto. En otras ocasiones, las protagonistas son las marañas arbóreas y la exhuberancia de un tapiz verde que cubre los campos asturianos. El contraste entre el ramaje cimbreante de un árbol contra el cielo, o las siluetas negras de un bosque tras el que se abre una claridad de un verde esmeralda encendido, nos hacen sentir el rumor del viento que se cuela entre el trémulo crepitar de las ramas que se elevan desafiantes a contraluz.
Ante la inmensidad de los paisajes que nos propone desde su pequeña atalaya, también podemos adivinar algunos contrapuntos humanos gracias a los rastros de pequeños puntos de luz artificial, como pinceladas menudas que surgen en lontananza y que nos dan cierta sensación de que, aún en la lejanía, ese paisaje se encuentra tímidamente habitado e integrado por otros soñadores de horizontes marinos como el propio Marcos. Un punto de luz amarillenta de lo que bien podría ser un faro o los reflejos anaranjados y luminosos de un pueblo lejano nos sirven para deshacer de golpe la sensación de abstracción profunda en la que nos sume la omnipresencia rocosa de una lengua de tierra, un acantilado o un campo inundado de hierba mecida por el arrullo de la brisa. Pero para acentuar más aún la emoción cromática que se despliega ante nosotros, Marcos Morilla utiliza el tratamiento digital de los tonos para darles aún más brillantez y saturación a los colores, como para sugerir mediante la evocación que lo que contemplamos en sus imágenes no es la realidad misma sino su propia interpretación personal sobre el paisaje. La irrealidad cromática que nos propone se convierte en un acto de ensoñación y en cierto modo de idealización del entorno en el que habita.
No podemos caer en la tentación de hacer una lectura formalista de las piezas que Marcos presenta aquí. Intuimos que lo verdaderamente importante no se encuentra en una composición que recurre al motivo como mera excusa y pretexto para construir una realidad plásticamente atractiva. El proceso creativo de Marcos pretende ir siempre más allá. Utilizando la plasticidad de los motivos, el fotógrafo consigue transmitirnos una sensación perturbadora. En todos los casos somos capaces de identificar el rumor de las olas rompiendo al llegar a la costa o el balanceo susurrante de las briznas de hierba en una tarde otoñal. Porque más que una nueva propuesta visual puramente experimental, las imágenes de Morilla nos proponen una rememoración poética de lo ya vivido.
Quizás sea también por esa misma razón por la que esos paisajes desnudos y deshabitados que retrata nos provoquen una hondo sentimiento de nostalgia. Nostalgia ante una naturaleza que cada día cede más terreno ante la apisonadora de la codicia humana. Poder escuchar en silencio el susurro de la naturaleza como lo hace Marcos a través de sus fotografías nos permite adivinar el profundo amor y respeto que el autor siente por ella.
Quizás no esté lejana aún en estas piezas aquella categoría estética de lo sublime heredada del Romanticismo que se contraponía a esas otras categorías de lo bello o lo pintoresco, tal y como lo describían los filósofos del siglo XVIII. Frente a la composición racional y calculada de un mundo hecho a la medida del hombre, Marcos nos propone una dimensión estética caracterizada por la capacidad de desbordamiento que nos provoca una naturaleza incontrolable, donde somos capaces de evocar el sonido indómito de un mar erizado y desafiante.
Frente a la contemplación de sus imágenes marítimas, de acantilados y rompientes, nos encontramos ante una escena similar a la evocada por el escritor Jules Michelet en su libro dedicado al Mar. Ante la visión de una niña enrabietada tirando piedras contra el mar porque la marea le ha mojado los pies, uno se siente enternecido por la pequeñez humana y lo efímero de nuestra existencia. Como dice Michelet, “el mar aparece triunfante. Cada vez que nos aproximamos a él parece decirnos desde el fondo de su inmutabilidad: ‘Tú morirás mañana y yo nunca’1. Al contemplar la escena, uno es consciente de que esa niña pronto se irá, de que su existencia no será más que un recuerdo fugaz e insignificante para ese mar que perdurará siempre y que permanecerá allí para que las siguientes generaciones intenten medir nuevamente sus fuerzas contra sus incansables embates. La admiración contemplativa se vuelve aún más intensa cuando ante ese mar inmutable somos concientes de la “impotencia efímera del ser querido, en presencia de la infatigable eternidad que nos recupera”.2 Ese niño que se enfrenta desnudo al mar que le ha visto nacer, y que le verá morir también, y que ahora, en lugar de piedras ha optado por disparar fotografías inofensivas con su cámara, frente a las olas que le retan, ese niño asombrado ante lo colosal del mar que le acompañará durante toda su existencia es también nuestro amigo Marcos Morilla.
1 Michelet, Jules. El mar, Madrid, Miraguano Ediciones, 1992. p. 24. 2 Ibídem.
José Gómez Isla